
Era una mañana de verano cualquiera, jamás creí que se convertiría en uno de nustros mejores momentos digno de recuerdo.
Tomábamos cafe con leche juntas como era de costumbre los días festivos. Una delante de la otra separadas por la mesa de la cocina, releíamos las notificaciones personales del móvil. Esporádicamente cruzábamos miradas y alguna sonrisa. Era un día soleado y corría una brisa ténue muy agradable. Su pelo rojizo despeinado jugaba con el viento que escapaba a través de las corrientes.
Como hacía habitualmente, me quedé clavada en su rostro. Adoraba esa cara de recién levantada con restos de rímel corrido bajo sus maravillosos ojos verdes, medio escondidos detrás de unas gafas modernas. Ese aire despreocupado lograba volverme loca.
Tras uno de sus conocidos gestos sentí la necesidad imperiosa de acercarme a besar sus labios. Sus besos… Te llevan a un remolino de sensaciones dónde no hay fin, pueden removerte tanto el alma que no hay vuelta atrás.
Nuestra complicidad en los momentos más álgidos es inimaginable, indescriptible. Mis manos inquietas recorrían su silueta suavemente y el rozarnos era una explosión de locura. En a penas dos minutos yacía sobre la mesa lista para ser degustada. Es, sin duda, el más excitante plato que puedas saborear.
Acariciando y observando su cuerpo desnudo podía percibir el olor a excitación mútuo. Me hallaba sentada en una de las sillas frente a tan exquisito manjar. En esa posición la distinguía como a una Dahlia, emergida, florecida por los rayos de sol indirecto. Accesible a toda su belleza y grandeza no podía más que complacerla, como sucede cuando aproximas tu rostro para oler una bella flor.
El silencio desapareció y dió paso a un estallido de gemidos, ahora sí, me pertenecía. Dirigí mi cuerpo a saborear el segundo plato de ese tan gratificante desayuno. No hubo rincón que mi lengua no mojase… Nuestras miradas de deseo eran incesables y nos besábamos como si la vida se nos fuese en ello.
Mis dedos se adentraron en su abrasadora humedad, la brisa ligera no conseguía secar nuestro sudor. No cesé en llevarla repetidas veces al éxtasis hasta que pude calmar todos y cada uno de sus deseos. Ahí estaba yo deleitándome con el postre más dulce.Y ahí estaba ella reclamando su merecido desayuno. Catadora íntegramente oficial de todos mis menús. Nadie como ella para saborearme.
Nadie como nosotras para ser. Para ser una mañana cualquiera…